Era agosto de 2013, preparándonos para la prueba final del primer trimestre de la escuela de cocina. Como de costumbre los días terminaban tardísimo. Estábamos en casa de Josly y producíamos material para la prueba de costos. Yo vivía en un hotel vecino a La Asunción, en la Isla de Margarita, de esos que aun estando vecinos al mar te sientes en la selva, no sólo por estar rodeado de verde sino sobretodo por no tener cobertura en el celular. Terminamos el trabajo a eso de las 4 de la mañana.

Llamé un taxi porque mi carro estaba dañado o en Puerto La Cruz, no recuerdo. Llegue a este puesto super bello y natural y cuando el taxi se fue me di cuenta que entre todo lo que tenía en las manos no estaban las llaves de la habitación. ¡¡¡Oh Dios!!! ¿¿¿Qué puedo hacer??? No obstante de no tener cobertura en el celular, el personal del hotel no llegaba antes de las 6 de la mañana. Con todo el sueño posible e iniciando a llover me senté a la sombra del techo de la recepción para dormir un rato mientras llegaba alguno.

Cual es la mía sorpresa: inició una tempestad terrible y, entre el frío y hasta con miedo, me dispuse a dormir un rato. Empece a sentir como caían cosas sólidas al suelo, pero entre la lluvia fortísima y la oscuridad no lograba ver que era. Al amanecer con esos colores característicos del cielo del trópico, miro el suelo y estaba cubierto de mangos. ¡¡¡Dios!!! no sé cuantos eran. De hecho olvidaba que en la estación de mango en Margarita los árboles están cargados por todos lados.

Y el perfume de mango no tarda en llegar, así como la creatividad de la gente para hacer innumerables productos típicos con esta fruta tan exquisita.